Mario Canal

Tiempo de lectura: 20 minutos

21 septiembre, 2019

 

Los tópicos que asociamos a las diferentes culturas tienen algo de inevitable y alegre. No hablamos de los estereotipos nacionales que descienden a la política, sino a la ligera emoción de encontrar un gesto reconocible en el vuelo de una mano o en la certeza de un acento. Hay muchos detalles que revelan las riqueza cultural de una región, que se eleva de la historia y se expresa en las maneras de sus habitantes. En ocasiones éstas son sutiles y otras, como cuando hablamos de Italia, son una celebración de la vida, de la libertad y del exceso.

Evidentemente, Milán no tiene nada que ver con Roma ni Nápoles con Venecia. Pero como bien se discierne del volumen que Hugo Jacomet acaba de publicar con Thames & Hudson, titulado The Italian Gentleman —que continúa su anterior estudio sobre la artesanía de lujo masculina que desarrolló en The Parisian Gentleman—, la sastrería italiana representa, en la tradición europea, el riesgo y la rebeldía. “Me costó mucho encontrar cuáles fueron los orígenes de la moda italiana —explica Jacomet a esta revista—, porque cada maestro tiene su propia teoría, lo cual es muy gracioso pero un poco frustrante, porque cuando crees haber escuchado la interpretación más aproximada, llega otro artesa- no o sastre que te explica de nuevo cómo la tradición de la sastrería moderna surge de otra manera”.

 

En realidad, ese origen se resume a una historia muy curiosa: el compositor italiano Francesco Paolo Tosti, en torno a 1910, vivía en Londres y le enviaba a su familia en los Abruzzo, en una pequeña villa llamada Otrona a Mare, trajes realizados por el famoso sastre londinense Henry Poole que él ya no quería. Ellos los llevaban para retocar a un modisto llamado Domenico Caraceni, quien se dio cuenta del potencial de estas piezas y las diseccionaba para comprender su construcción. Una vez en Roma, comenzó a fabricarlos y tuvo un éxito instantáneo, hasta el punto de que comenzó a trabajar para la alta burguesía. Lo que hizo fue adecuarlos al espíritu italiano eliminando la austeridad y la rigidez, dándoles libertad y aproximándolos a una modernidad más relajada. Ésa es la clave de la moda masculina italiana: la búsqueda de la libertad.

Hugo Jacomet, parisiense y amante de París, de verbo cercano y melena blanca que suaviza una imagen impecable aunque relajada, sabe de lo que habla. Tres años a tiempo completo le ha llevado esta investigación que da como resultado un volumen espectacular y enciclopédico que resume la vitalidad y la vigencia de la artesanía tradicional en el mundo de la alta elegancia masculina. Y que revela detalles sobreentendidos de la masculinidad transalpina, pero sobre todo de su capacidad de innovación en el orbe de la moda masculina: “El estilo contemporáneo que más ha influido en la moda masculina es, sin duda, el italiano.

Ellos rompieron todos los códigos de la vestimenta que aún se basaban en Brummell y lo hicieron sobre todo en los años 80”, explica Jacomet. Y continúa: “Además, la sastrería italiana es muy diversa porque, dependiendo de si la tradición es del norte o del sur, los códigos cambian, eso la nutre de multitud de referencias y relevancias más o menos sutiles. No es lo mismo el clima del norte, que obliga a estructuras más rígidas, influenciado por telas más densas, que la levedad de las chaquetas en el sur del país, por ejemplo. Algo que tiene que ver también con el carácter de cada región. Así, la escuela de Nápoles, por ejemplo, es más jovial en lo que se refiere a los colores”.

Los italianos, si nos atenemos a esta teoría, buscan una cierta languidez en la caída de las hombreras, por ejemplo, y fórmulas menos coercitivas en otros detalles de la construcción, lo cual no revela ni mucho menos un desinterés por las tendencias y las infinitas posibilidades que pueda ofrecer la creación de una imagen individual y genuina, algo que suele ser marca de la casa. El gesto, el genio.

Esta lealtad del caballero italiano hacia el Hecho en Italia y por el sastre de toda la vida, de ser posible, ha salvado a una industria que en la década de los 80 casi desaparece del mapa. Arrasada por el prêt-à-porter, la dictadura de los diseñadores y la polarización del estilo en grandes marcas que después conformarían los conglomerados del lujo que hoy conocemos, el mundo de la moda artesanal y familiar sufrió un durísimo golpe. “Miles de pequeños talleres cerraron en las grandes ciudades en los años 70. En París fue dramático; inclusive, sólo quedan diez.

Pero, curiosamente, en Italia fueron mucho más fuertes y, aunque cerraron muchos, aún quedan cientos. Hay una pequeña población cerca de Nápoles que se llama Casalnuovo di Napoli, de 30 mil habitantes. En 1970, había 15 mil personas que trabajaban en la industria textil familiar. Casi todo el mundo lo hacía. Desde los 70 y 80, la individualidad no se expresa porque los diseñadores deciden por ti, dos veces al año, lo que vas a vestir.

Y ésa es la moda ahora: te desposeen de la capacidad de mostrar- te como quieres porque, al final, lo único que hay en las tiendas es aquellos que el diseñador ha decidido que vas a llevar puesto”, explica Hugo Jacomet, quien en su blog The Parisian Genteman aboga por un retorno a las esencias de la moda masculina. “Es ahí donde el hecho a medida, lo artesanal, tiene su valor. En los talleres de Milán o Nápoles, muchos de los cuales son difíciles de encontrar porque se esconden, puedes tomar el control porque, cuando llegas, no hay nada: sólo telas y un señor mayor con el que discutes, tomas un café, fumas un cigarrillo o miras algunas imágenes. Es otro mundo”.

¿Y ese mundo puede resistir a la moda inmediata?, le preguntamos a Jacomet: “El mercado de moda exclusiva masculina está en plena mutación. Hay una serie de profesiones, banqueros, abogados, que debían vestirse con traje por obligación, y se tenían que vestir en Armani, Brioni o Pal Zileri. Con el casual friday en los Estados Unidos, cuando no se ponen más corbatas, y con la nueva economía de San Francisco —con Thiel, que dijo que nunca contrataría a un CEO con corbata—, parece que hay una presión para desvestirse. En Silicon Valley, la ropa deportiva se ha convertido en el nuevo uniforme.

Entonces, ese mercado enorme de gente que se vestía por obligación se ha caído y el sector se ha dividido. Hay dos polos extremos: de un lado, el estilo casual, que es el nuevo mercado, incluso las grandes marcas hacen zapatos deportivos, y luego tienes la elegancia clásica, pero con gente que ya no esté obligada a vestirse, sino que lo hacen por elección. Así que la gente que trabaja en los talleres y los sastres artesanales están en menos peligro que antes”, concluye Jacomet. Internet, añade, se ha convertido en el gran salvador de la moda artesanal masculina, no sólo por haber federado en torno a foros los expertos del sector con sus blogs y páginas web —los conocidos como popes de la elegancia o iGentlemen—, que no sólo rescatan y descubren a los nuevos y viejos artesanos, sino que además posibilitan la compra directa del fabricante y sin intermediarios.

Por alguna razón, hay un término que sobrevuela la conversación con Hugo Jacomet cuando se escucha la pasión y la vehemencia con la que defiende los metiers clásicos de la moda masculina. Y no sólo por su actitud, sino por un mensaje sutil que se cuela más allá de palabras como estilo, tejidos o diseño. Hay algo inmaterial en el hecho a mano o, mejor dicho, hecho con respeto. Hay algo puro, noble y trascendente. Espiritual. “Exacto —responde—. Ésa la palabra. Es la razón por la que la gente se siente atraída, sobre todo hoy que hay fórmulas más accesibles, por los sastres y por el hecho a medida.

Estamos en el ámbito de la espiritualidad. Este traje que llevo me lo hice en 2007 y me va a sobrevivir. Será más longevo que yo. Sé que mucha gente se hace un traje a medida para luchar contra la brevedad de la vida, contra lo efímero. Mi abuelo era zapatero. He visto cómo le sangraban las manos haciendo zapatos. Cuando comprendes todo lo que hay detrás de una buena pieza, entonces es cuando se convierte en algo espiritual, porque se adquiere el objeto y también lo que lo engloba, su aura”.

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21 septiembre, 2019

 

Si sólo hubiera dos sillas para sentar a los mejores fotógrafos del s. XX, sin duda una de ellas sería  para Irving Penn. El gran genio de la imagen que revolucionó la fotografía, lo mismo retrataba una colilla que un cuadro, unos labios rotos de color que a los grandes intelectuales de la época como Truman  Capote, Marcel  Duchamp  o Picasso. Con la misma fuerza y el mismo talento trataba la mirada de un sabio que un objeto sin vida. Sus imágenes cambiaron la historia de Vogue y otras revistas de moda. Siempre rozó el límite de la fotografía con ironía y exceso, ya fueran modelos de muchos kilos o labios con herramientas.

Se celebran los cien años del nacimiento del artista con una exposición antológica en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que reivindica su figura bajo el título de Centennial. Decía Ivan Shaw, director de fotografía para Vogue, que Penn todo lo hacía bien: el retrato, la moda, los objetos. Pocos fotógrafos son capaces de moverse con tanta facilidad en las alturas. Su blanco y negro no te dejaba indiferente, pero sus imágenes de lifestyle estaban llenas de vida. Sus trabajos publicitarios para firmas como L’Oréal y su tratamiento de la imagen  rompió para siempre la barrera entre lo comercial y la artesanía. Como él decía, retratar un pastel también puede ser arte.

Hijo de emigrantes rusos, la pintura siempre fue su sueño, pero con sus instantáneas creó obras tan inmortales como las que aparecen en los lienzos. Por eso, ahora el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York le rinde un merecido tributo y celebra el centenario del nacimiento del artista. Sus trabajos meticulosos hacían pensar a los críticos que se pasó media vida detrás de la cámara y la otra mitad en el laboratorio o pensando en composiciones.

Cualquier fotógrafo de estudio hoy tiene en Irving Penn la mayor referencia, pues hasta la colilla de un cigarro tras un disparo se convertía en una obra única. Sus primeras imágenes en revistas de moda fueron retratos impecables de alta costura, con una elegancia sorprendente y una luz que cambió la mirada de las publicaciones de estilo. Su capacidad para pasar de los ojos de un pintor a una naturaleza muerta es admirable. La exposición Irving Penn: Centennial repasa como nunca antes todas las disciplinas que dominó el artista, con 70 años de carrera en imágenes de gran impacto en soportes y técnicas como la fotografía, el grabado o la pintura.

La muestra recorre sus diferentes caminos: carteles para la calle, incluyendo ejemplos de trabajos tempranos en Nueva York, el sur de Estados Unidos y México; moda y estilo para varios títulos internaciaonales y con muchas fotografías clásicas de Lisa Fonssagrives-Penn, la ex bailarina que se convirtió en la primera supermodelo, así como en esposa del artista; retratos de indígenas en Cuzco, Perú; pequeños cuadros de trabajadores urbanos; rostros de personajes de la cultura muy queridos, que van desde Truman Capote, Joe Louis, Picasso y Colette a Alvin Ailey, Ingmar Bergman y Joan Didion; retratos de los ciudadanos de Dahomey (Benin), Nueva Guinea y Marruecos vestidos de manera fabulosa; los últimos muertos de Morandi; desnudos voluptuosos; y gloriosos estudios de color sobre las flores.

La belleza en su concepción original. Además, se aprecia cómo el artista va transmitiendo las tendencias culturales de la época, y también su capacidad para hacer retratos comerciales. Su cuerpo de trabajo también muestra el auge de la fotografía en los años 70 y 80, época en que las revistas de moda tienen su esplendor. Pero el mundo sofisticado en el que vive Irving contrasta con sus fondos sencillos. Un rincón, una esquina le servían como gran escenario. De hecho, su lienzo preferido estaba hecho de una vieja cortina de teatro encontrada en París, que había sido pintada suavemente con unas nubes grises y difusas. Este telón de fondo siguió a Penn de estudio en estudio.

Otros puntos destacados de esta magna exposición incluyen imágenes recién desenterradas del fotógrafo desde su tienda de campaña en Marruecos, algo inédito que descubre al artista lejos del glamur, como por ejemplo lo que realizó en México o en Cuzco, con retratos sobrecogedores.

Así, las formas, los rostros, las sombras, las miradas y la rebeldía hacen inmortal la obra de Irving Penn. Impactos provocativos, como desnudos voluptuosos o detalles sutiles, cuando en su foto de moda retrata a la modelo descalza, cansada ya de tanta sesión fotográfica. Elegancia y rotundidad, provocación y belleza, dos registros que sólo un genio como él puede llevar a la máxima expresión.

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