Si el autorretrato pictórico utilizó como herramienta indispensable el espejo, la fotografía convirtió a la cámara en un espejo. En el arte, el autorretrato representa una voluntad de introspección, que tiende a contestar (o quizás, mejor aún, a formular) la pregunta: ¿Quién soy yo y cómo soy? Pero es también el deseo de decir y afirmar: “Soy yo, miradme”.
Es el impulso irrefrenable del ego. Curiosamente, el autorretrato es, por un lado, el cumplimiento del mito de Narciso (que se contempló en el agua de un estanque, se enamoró de sí mismo sin reconocerse y, al intentar abrazarse, se ahogó), en el mito de Acteón (el cazador que descubre a Diana bañándose en un río y, descubierto por la diosa, es convertido en un ciervo que es devorado por sus propios perros): el autorretrato es la representación de lo que no podemos ver sin más y deseamos ver.
Por eso quizás el autorretrato fotográfico es un género que posibilita lo aparentemente imposible, como la fotografía misma. No son muchos los fotógrafos que no hayan sido tentados alguna vez por el autorretrato. Unos pocos lo han convertido en su propio género, como John Coplans, cuyas fotos reflejan insistentemente fragmentos de su cuerpo (aunque pocas veces su rostro), o Cindy Sherman y Yasumasa Morimura, que se disfrazan, se travisten y se representan como otros, como personajes, y de ese modo han dado la vuelta al género.
El autorretrato es también un modo de desnudarse y de ejercer el humor, de reírse de uno mismo, exponerse, exhibirse. ¿Cuánto hay de ficción y cuánto de verdad? El autorretrato es una colisión entre ambos puntos.
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