Daniela Valdez

Tiempo de lectura: 17 minutos

4 octubre, 2019

 

Parece increíble lo desconectados que estamos de la tierra que nos da de comer: algunos de nosotros jamás hemos visto un betabel en su estado natural o cómo crece un cacahuate. Vaya, prácticamente vivimos infestados de enfermedades que nosotros mismos nos metemos en la boca: animales llenos de hormonas y antibióticos, frutas y verduras rociados con pesticidas y semillas modificadas genéticamente, y ni empecemos a hablar de todos los conservadores y químicos que hay en los alimentos procesados y enlatados… Sin embargo, las tendencias internacionales, como una afrenta a la crisis climática, van de regreso a la tierra: huertos urbanos, jardines comunitarios, consumo local, libre pastoreo, alimentación orgánica.

¿Y qué mejor manera de volver a la raíz que voltear hacia nuestros antepasados del México prehispánico? Este recorrido al pasado —o más bien al futuro—, se hace en trajinera, acompañados por Lucio Usabiaga o Antonio Murad, en el embarcadero de Cuemanco, en Xochimilco. En este lugar se detiene el tiempo, se respira aire puro y se vive en carne propia los vestigios de los sofisticados sistemas de agricultura xochimilcas que permanecen hasta nuestros días. Se trata de las chinampas. Es aquí, en estas islas artificiales milenarias patrimonio de la humanidad que nace Yolcan.

Xochimilco es un sobreviviente de los vastos lagos que nutrían la cuenca de México y que hemos perdido desde que llegaron los conquistadores a desaguarlos, pensando que inundarían la ciudad, práctica que no se detuvo en el México Independiente y que nos afecta mucho hasta la fecha. Fue justo gracias a la red de chinampas establecidas en ese lago que los aztecas pudieron expandirse, conquistar a los xochimilcas y alcanzar el esplendor. A pocos kilómetros de la gran Tenochtitlán se cuidaban las frutas, verduras y legumbres que se consumían en la ciudad, y que podemos tener a unas calles de nuestras casas o trabajos el día de hoy, a pesar de que hoy ocupamos sólo el 30% de las chinampas.

“Tierra de nacimiento” en náhuatl, Yolcan fomenta el trabajo en comunidad, la agricultura orgánica y el comercio justo, y lo hacen llegando a nuestras casas, a nuestros corazones y a las mesas de algunos de los restaurantes más concurridos y reconocidos del país, como Pujol, Zanaya o Rosetta.

Yolcan llegó para recordarnos que nuestras tradiciones están en la tierra, y que si queremos un mundo mejor, un cuerpo más sano, debemos volver a ella, ya que todos los productos artificiales que comemos hoy se ven muy bonitos empacados en el súper, contaminando no sólo nuestros mares con plásticos, sino también nuestros cuerpos con químicos, al mismo tiempo que su sabor y sus nutrientes dejan mucho que desear.

El proceso es el siguiente: creadas con materia orgánica de restos vegetales, como ramas, lirios o tule, cubiertas por lodo, cercadas con troncos del lago, rodeadas por ahuejotes que delimitan la extensión del lugar para producir frutas y verduras en completa armonía con el ecosistema, las chinampas no necesitan instrumentos de riego, pues en su superficie hay 30 centímetros de agua que mantienen la tierra húmeda. El agua aquí conserva todos los minerales que alimentan las plantas, la tierra es fértil y se trabaja con un sistema cerrado, sin componentes externos, de manera sostenible. Así, las frutas y verduras que salen de aquí son orgánicas.

Además, Yolcan está creando biofiltros en canales secundarios para bloquear el acceso de los depredadores y conservar las especies endémicas que aún podemos ver en el canal. Aquí, la naturaleza se da en función de la vida, no de la destrucción. Sin embargo, la tradición chinampera es cada vez menor, por lo que nuestra agricultura, nuestra agua y nuestras raíces peligran. Por eso, consumir productos de Yolcan tiene más beneficios que consumir verduras y frutas deliciosas y orgánicas, sin pagar intermediarios entre el campo y nuestras mesas, sin contaminar con plásticos, apoyando y dignificando el campo mexicano y fomentando iniciativas sustentables tan necesarias el día de hoy.

Comprar una canasta en Yolcan es muy fácil, basta con visitar su página, yolcan.com, elegir el tamaño de tu canasta (3.5, 5, 7.5 o 10 kg), la frecuencia con la que la recibirás (semanal o quincenal) y el lugar, que por lo general son restaurantes que consumen sus productos, como Quintonil, Máximo Bistrot, Delirio, Contramar, Hotel Carlota, Cicatriz, Eno y varios clubes privados en la Ciudad de México. Cada semana recibirás un correo con los productos de tu canasta, ya que dependen de la temporada.

La primera vez que recibí mi canasta me impactó más que nada lo distintos que son estos vegetales y frutos de los que estamos acostumbrados a comer: su sabor, su textura, sus colores y lo más importante: el amor, el tiempo y la paciencia que llevan en su código genético son la verdadera gran revolución culinaria de la que podemos ser no sólo testigos, sino formar parte. Además, cada mes se hace una cena en el lugar, de la mano de los y las grandes cocineros y cocineras del país.

Les puedo decir que comer, con el lago de Xochimilco de fondo, platillos creados por Eduardo García o Elena Reygadas, con ingredientes frescos y saludables, es uno de los mayores lujos que nos podemos dar y una de las experiencias más inolvidables, porque reconectarnos con la tierra, darle alimentos sanos a nuestro cuerpo y entender el verdadero valor de nuestra cultura, es algo que no se puede pagar.

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Daniela Valdez

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4 octubre, 2019

 

Si sólo hubiera dos sillas para sentar a los mejores fotógrafos del s. XX, sin duda una de ellas sería  para Irving Penn. El gran genio de la imagen que revolucionó la fotografía, lo mismo retrataba una colilla que un cuadro, unos labios rotos de color que a los grandes intelectuales de la época como Truman  Capote, Marcel  Duchamp  o Picasso. Con la misma fuerza y el mismo talento trataba la mirada de un sabio que un objeto sin vida. Sus imágenes cambiaron la historia de Vogue y otras revistas de moda. Siempre rozó el límite de la fotografía con ironía y exceso, ya fueran modelos de muchos kilos o labios con herramientas.

Se celebran los cien años del nacimiento del artista con una exposición antológica en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que reivindica su figura bajo el título de Centennial. Decía Ivan Shaw, director de fotografía para Vogue, que Penn todo lo hacía bien: el retrato, la moda, los objetos. Pocos fotógrafos son capaces de moverse con tanta facilidad en las alturas. Su blanco y negro no te dejaba indiferente, pero sus imágenes de lifestyle estaban llenas de vida. Sus trabajos publicitarios para firmas como L’Oréal y su tratamiento de la imagen  rompió para siempre la barrera entre lo comercial y la artesanía. Como él decía, retratar un pastel también puede ser arte.

Hijo de emigrantes rusos, la pintura siempre fue su sueño, pero con sus instantáneas creó obras tan inmortales como las que aparecen en los lienzos. Por eso, ahora el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York le rinde un merecido tributo y celebra el centenario del nacimiento del artista. Sus trabajos meticulosos hacían pensar a los críticos que se pasó media vida detrás de la cámara y la otra mitad en el laboratorio o pensando en composiciones.

Cualquier fotógrafo de estudio hoy tiene en Irving Penn la mayor referencia, pues hasta la colilla de un cigarro tras un disparo se convertía en una obra única. Sus primeras imágenes en revistas de moda fueron retratos impecables de alta costura, con una elegancia sorprendente y una luz que cambió la mirada de las publicaciones de estilo. Su capacidad para pasar de los ojos de un pintor a una naturaleza muerta es admirable. La exposición Irving Penn: Centennial repasa como nunca antes todas las disciplinas que dominó el artista, con 70 años de carrera en imágenes de gran impacto en soportes y técnicas como la fotografía, el grabado o la pintura.

La muestra recorre sus diferentes caminos: carteles para la calle, incluyendo ejemplos de trabajos tempranos en Nueva York, el sur de Estados Unidos y México; moda y estilo para varios títulos internaciaonales y con muchas fotografías clásicas de Lisa Fonssagrives-Penn, la ex bailarina que se convirtió en la primera supermodelo, así como en esposa del artista; retratos de indígenas en Cuzco, Perú; pequeños cuadros de trabajadores urbanos; rostros de personajes de la cultura muy queridos, que van desde Truman Capote, Joe Louis, Picasso y Colette a Alvin Ailey, Ingmar Bergman y Joan Didion; retratos de los ciudadanos de Dahomey (Benin), Nueva Guinea y Marruecos vestidos de manera fabulosa; los últimos muertos de Morandi; desnudos voluptuosos; y gloriosos estudios de color sobre las flores.

La belleza en su concepción original. Además, se aprecia cómo el artista va transmitiendo las tendencias culturales de la época, y también su capacidad para hacer retratos comerciales. Su cuerpo de trabajo también muestra el auge de la fotografía en los años 70 y 80, época en que las revistas de moda tienen su esplendor. Pero el mundo sofisticado en el que vive Irving contrasta con sus fondos sencillos. Un rincón, una esquina le servían como gran escenario. De hecho, su lienzo preferido estaba hecho de una vieja cortina de teatro encontrada en París, que había sido pintada suavemente con unas nubes grises y difusas. Este telón de fondo siguió a Penn de estudio en estudio.

Otros puntos destacados de esta magna exposición incluyen imágenes recién desenterradas del fotógrafo desde su tienda de campaña en Marruecos, algo inédito que descubre al artista lejos del glamur, como por ejemplo lo que realizó en México o en Cuzco, con retratos sobrecogedores.

Así, las formas, los rostros, las sombras, las miradas y la rebeldía hacen inmortal la obra de Irving Penn. Impactos provocativos, como desnudos voluptuosos o detalles sutiles, cuando en su foto de moda retrata a la modelo descalza, cansada ya de tanta sesión fotográfica. Elegancia y rotundidad, provocación y belleza, dos registros que sólo un genio como él puede llevar a la máxima expresión.

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