Gentleman

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19 marzo, 2019

 

El presidente John Fitzgerald Kennedy no fue un producto de la televisión, pero sin la televisión no habría sido el que hemos conocido. Las elecciones de 1960 fueron las primeras en las que la televisión norteamericana tuvo un papel crucial y así como JFK ganó decisivamente en el gran debate televisado fin de campaña, su rival, el republicano John Milhous Nixon –vicepresidente saliente con Dwight D. Eisenhower– perdió gran parte de sus oportunidades cuando millones de votantes le tuvieron cara a cara.

En un cartel que se distribuyó profusamente, bajo el rostro de Nixon, que siempre parecía estar mal afeitado –la ‘sombra de las cinco de la tarde’, así se llama a eso en inglés- una leyenda decía: “¿Le compraría un coche usado a este tipo?”. Kennedy, en absoluto contrario a dudosos golpes de índole tan personal, sí era, en cambio, el ‘gentleman’ al que Estados Unidos podía rendir una presidencia.

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A la izquierda, Kennedy con su hermano, Robert, y su perro, Mo, en Hyannis Port, en 1946. Al lado, navegando. (Getty)

John o Jack Kennedy era un ‘anglosajón honorario’; como irlandés de origen y católico de religión, tan sólo medio siglo antes no habría sido aceptado como parte de la ‘nobleza hereditaria’ del país, y nunca de no mediar la cuantiosa fortuna del clan. Su padre, Joseph Kennedy, había sido embajador en la corte de St. James, pero su límite estaba ahí, en especial por su convencimiento de que Estados Unidos estaba mejor fuera que dentro de la II Guerra.

El patriarca soñaba, por ello, con que su primogénito, Joseph, optara a todo, pero la muerte del hijo mayor hizo recaer en el segundo esa responsabilidad, y John supo enfrentarse a ella con algo parecido a lo que Ortega llamó ‘sentido deportivo de la vida’, una ‘nonchalance’ de sibarita atlético y distinguido.

No era un intelectual, pero se defendía razonablemente bien entre los intelectuales, a los que convocó a su ‘corte de Camelot’ como no lo había hecho anteriormente ningún predecesor; pronunciaba la llamada ‘a’ de Harvard, que en español suena algo así como ‘ei’; había publicado un libro, ‘Profiles in Courage’, que nadie tiene que lamentar no haber leído; y degustaba con brío el poder y todo lo que éste conllevaba, como la frecuentación de mujeres bellas, aunque la maledicencia asegura que le habían apodado ‘Two Minutes Jack’ por lo rápido que se le salía el oremus; su catolicismo era natural y no insincero, aunque básicamente pertenecía a la Iglesia como quien monta a caballo, porque ésa era su naturaleza; pero, pese a que nunca llevaba su religión pinchada en la solapa, la fe de Roma no dejó de ser un inconveniente a la hora de su postulación.

El santo pecador

Durante bastantes años, y en especial tras su trágica muerte en el magnicidio de Dallas, el 23 de noviembre de 1963, a los 46 años, Kennedy ha tenido muy buena prensa, tanta como excelentes fueron sus relaciones con los medios periodísticos, que nunca airearon sus relaciones con personajes de la mafia y en particular con una amante del capo Sam Giancana.

Y aunque hay una línea revisionista que ha comenzado su tarea de demolición, para muchos JFK será siempre el de “Ich bin ein Berliner” (‘Yo soy un berlinés’), aquella exaltada oración que pronunció para el mundo entero en una plaza de Berlín en todo el helor de la Guerra Fría; el de la Alianza para el Progreso, presunta mano tendida a América Latina para que se construyera a sí misma con la ayuda de una cohorte de jóvenes, ellos sí, idealistas y con inmaculadas intenciones, que tuvieron mejor prensa que provecho, y que propagaron el modo de vida americano; y, por encima de todo, el que hiciera retroceder a la Unión Soviética en la crisis de los misiles de 1962, cuando Moscú estaba a punto de instalar ojivas y rampas nucleares en la Cuba castrista.

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JFK durante su servicio militar, en 1943. (Getty)

El líder soviético Nikita Kruschev, efectivamente, hizo dar la vuelta a los buques que navegaban hacia La Habana cargados de átomos y malas intenciones, en un neurálgico pulso con Kennedy, pero en ese momento nadie publicó en Occidente que Washington iba a retirar poco después sus misiles instalados en Turquía mirando a Moscú; y que, a cambio de no nuclearizar la isla antillana, Estados Unidos había renunciado a invadirla.

El presidente asesinado había sido también quien dio el primer paso en Vietnam, enviando a unos miles de ‘asesores’ al país asiático donde debían adiestrar antes que combatir, pero igualmente morían; y, como anticipándose a la crisis de los misiles, también autorizó la incompetente tentativa de unos miles de cubanos de Miami lanzados a la reconquista de la isla en 1961, que fueron barridos por las fuerzas castristas en Playa Girón, conocida en Florida como Bahía Cochinos. Los que se estrellaron en aquellas playas achacaron al presidente la responsabilidad del desastre, por haberles negado cobertura aérea. Pero la operación fracasó porque no se produjo el levantamiento popular que los expedicionarios auguraban.

Finalmente, una tenaz leyenda especula con que si Kennedy hubiera vivido en Israel no habría tenido la vara alta de que ha gozado en la Casa Blanca desde el mandato de su sucesor, Lyndon B. Jonson, basándose en que después de que John Foster Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, le negara en 1956 al líder egipcio Gamal Abdel Nasserfinanciación para la presa de Assuan, JFK ordenó que se reanudara la ayuda económica a Egipto. La iniciativa se truncó cuando aún no sabíamos qué podía significar, pero igual que a cualquier otro presidente demócrata, a Kennedy la fidelidad a Israel, como al militar el valor, debía suponérsele.

JFK ha pasado a la historia sin veredicto concluyente. Su potencial, en el sentido que sea, no pudo llegar a plenitud. Murió a poco más de dos años y medio de mandato, cuando los presidentes que han dejado huella han gozado de los dos periodos que permite la constitución norteamericana. Se sabe que el propio Kennedy era consciente de estar aprendiendo, de que podía ‘crecer’ en el cargo. Y hoy queda de su presidencia inacabada una imagen aún vagamente fosforescente como un fuego fatuo, una obra de dudosa coherencia, un estilo sin duda, dotado de una bella retórica, pero, inevitablemente, con un signo de interrogación como cierre del capítulo. 

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