Enrique Murillo

Tiempo de lectura: 11 minutos

23 agosto, 2019

 

Dice una de las leyendas atribuidas a Elvis Presley que cierto día, cuando era aún muy joven, muy pobre y desconocido, su “Chevy” fue adelantado por un coche mucho más rápido, potente y lujoso que su camioneta. El vehículo que lo adelantó era un Cadillac. Y Elvis se juró a sí mismo que algún día tendría un coche de esa marca. Con el tiempo, llegó a tener más de una docena. Cadillacs dorados y de color rosa, descapotables y limusinas, e incluso uno cuya decoración, diseñada por él mismo, estaba hecha con motivos del rock.

En una de sus canciones memorables, Maybellene, Chuck Berry cuenta la historia de un día en que, también a él, le adelantó un Cadillac. Conducía un Ford V-8, es decir un deportivo de notable potencia. Pero el Cadillac que llevaba Maybellene, la chica guapa de la canción, lo dejó atrás.

Cadillac

El Cadillac es, por lo tanto, no sólo expresión de lujo, ya que se trata del coche más caro que se fabrica en América, sino también expresión de potencia, de superación, de triunfo. Todo perdedor aspira a ser un ganador. Y el día en que lo sea ya no le adelantará ningún coche en ninguna carretera, porque conducirá un Cadillac. Siempre es así en la mitología norteamericana. El Cadillac es el coche de los presidentes, el coche de los multimillonarios. Y ser propietario de un Cadillac es tal vez el símbolo máximo del éxito. Si tienes ese coche significa que lo has logrado, que el sueño americano se ha encarnado en ti.

John F. Kennedy y su esposa Jackie solían usar un Cadillac negro en Washington, un modelo típico del comienzo de los sesenta, con aletas traseras altísimas y cromados por todas partes. Pero el presidente no murió en un Cadillac, sino en el Lincoln que le preparó el Partido Demócrata en Dallas para el desfile. Eisenhower usó un Cadillac blanco en muchas ocasiones, y George Bush estrenó un Cadillac DTS blindado hace un par de años. Incluso Arnold Schwarzenegger ha creído oportuno pasar al señorial Cadillac desde que fue elegido gobernador de California.

Desde sus comienzos, hace más de un siglo, un Cadillac fue siempre mucho más que un simple coche. La combinación de potencia y elegancia que caracterizó desde muy pronto a sus modelos, el hecho de que los coches de esta marca fuesen ideados y construidos sin pensar jamás en el precio sino solamente en la calidad, llevaron a los Cadillac a ser los indicadores por antonomasia de la riqueza, incluso antes de que naciera la sociedad de consumo.

Cadillac elvis presley

Elvis Presley junto a su mítico Cadillac Rosa.

El Cadillac fue desde sus orígenes el símbolo por antonomasia de la innovación tecnológica aplicada al automóvil. Han sido siempre los primeros coches en incorporar el starter, la suspensión delantera independiente, la caja de cambios automática, los motores de ocho cilindros en “uve”, los de dieciséis cilindros y, más recientemente, los cinturones de seguridad o la inyección regulada por microchip.

Cadillac Paul Newman

Paul Newman durante el rodaje de ‘Hud’ (1962).

Y, simultáneamente, incorporaron un habitáculo no sólo amplísimo, sino tan lujoso como el salón de una casa palaciega: cortinas de seda, maderas con incrustaciones en plata de ley, cuero para las tapicerías. El 60 Special de 1940, diseñado por Bill Mitchell, tenía un interior inspirado en el Art Decó. Y en los años cincuenta alcanzó el apogeo del diseño surrealista con las carrocerías debidas a Briggs Cunningham, que convirtió los Eldorado Brougham en esculturas de extravagancia insuperable. Por eso, en el país donde los coches constituyen el símbolo de la libertad y de la independencia, la capacidad de largarse, de viajar hacia El Dorado, los Cadillac son el mito máximo, el mejor coche, el más caro, el más potente, el más lujoso, el más moderno.

Volar sin dejar la tierra

A finales de los años cuarenta, en un anuncio publicado por las revistas de la época, se decía que los Cadillac permitían “volar” sin despegarse de la tierra. La imagen mostraba un Cadillac severo, negro, compacto, en primer plano, mientras al fondo se veía la imagen borrosa de un avión, un bimotor de hélice. Este es un anuncio premonitorio porque los Cadillac alcanzaron su apogeo estilístico en los años inmediatamente posteriores.

En efecto, en los cincuenta, los Cadillac no solamente se hicieron más grandes y comenzaron a ser pintados en una gama cromática amplísima, que incluía los rojos, los verdes, los tonos pastel, y todos los imaginables. Además, adoptaron la estética de los primeros reactores, sobre todo en sus aletas traseras. Los Cadillac se atrevieron a parecer aviones, y de hecho su estética en los cincuenta deriva de los primeros cazas Lockheed a reacción. A lo largo de la década las aletas traseras fueron creciendo en vistosidad y tamaño, hasta alcanzar el metro y medio de altura. Los Cadillac parecían, como anunciaba la publicidad, estar a punto de volar.

Cadillac Anne Saint-Marie

La modelo Anne Saint-Marie (al fondo), en una fotografía promocional de los años cincuenta.

A comienzos de los setenta, el rey del gas Helio, Stanley Marsh III, invitó a un grupo de artistas a que hiciese algún tipo de montaje en uno de sus trigales, a las afueras de Amarillo, su ciudad. Ant Farm, el grupo de artistas formado por Hudson Marquez, Chip Lord and Doug Michels, decidió construir un monumento a los Cadillac. Durante algunos meses estuvieron comprando coches viejos y casi inservibles para reunir finalmente diez de ellos, con modelos que iban desde el 1949 hasta 1963, y construyeron en el trigal uno de los monumentos más singulares y más americanos de la historia, clavando en tierra el morro de cada uno de esos coches, de modo que quedaran al aire sus míticas aletas traseras. Es el Cadillac Ranch del que habla la canción de Bruce Springsteen, un lugar extraño, homenaje y sepultura a la vez de los míticos coches, perfectamente visible desde la mítica carretera Route 66.

También son Cadillacs los doce coches de la famosa serigrafía de Andy Warhol, Twelve cars. Y cuando el artista conceptual Roger Welch decidió en 1982 hacer una instalación que congelara sus recuerdos de infancia, utilizó ramas y ramitas de árboles para reproducir la forma de un Cadillac desde el que alguien ve la película que se proyecta en la pantalla de un drive in. La instalación se titulaba Huellas del tiempo. Hace muy poco, cuando Tom Wolfe cumplió 75 años, decidió que se iba a hacer a sí mismo un regalo especial: pintar, tapizar y decorar completamente de blanco el interior de su Cadillac blanco. Y su amigo Hunter S. Thompson usó un Cadillac para la loca aventura que narra en una de las obras cumbre del Nuevo Periodismo, Miedo y asco en Las Vegas.

El Cadillac también fue, desde los años treinta, desde los tiempos de la prohibición y los gangsters, el coche perfecto que deseaban todos, especialmente los fuera de la ley. El proletario americano que logra hacerse rico, por el procedimiento que sea, aspira a conducir un Cadillac, pues el día en que lo logre mostrará ante sus vecinos que por fin lo ha conseguido. Así lo hace Abraham, el chulo negrata de Ultima salida hacia Brooklyn, de Hugh Selby Jr. Y cuando Sandra Cisneros refleja la cultura de los latinos inmigrantes en su novela Caramelo, se ríe del mito diciendo que en cuanto puede, todo chicano que se precie se compra un “Cadillac usado a punto de estrenar”.

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