Izaskun Esquinca

Tiempo de lectura: 15 minutos

30 octubre, 2019

 

Crear los mejores cronógrafos y guarda tiempos fue la misión que se propuso Léon Breitling cuando fundó la firma que lleva su apellido en 1884. Casi 135 años después, podemos decir que esa misión se ha superado con creces, pues la firma con sede en Saint Imier se enfocó en el desarrollo de cronógrafos muy populares para ser usados en la industria, el ejercito y la ciencia, y está asociada a numerosas actividades deportivas.

Pero su sello innegable es la conquista de los corazones de muchos entusiastas de la aviación gracias a la aparición del reloj Navitimer y su regla de cálculo. Era el año 1952, que marcó el uso de una estética muy cuidada acompañada de la mejor técnica relojera.

Apenas cinco años después, en 1957, y para celebrar los veinticinco años de fundación de la firma, su director y tercera generación de la familia, William Breitling, se decidió por crear el reloj Superocean, un ejemplar dedicado al submarinismo dotado de una caja hermética que le permitía alcanzar los 20 bares, es decir 200 metros de profundidad. Como ocurrió con el Navitimer, el Superocean se volvió uno de los favoritos de los buzos de las posguerra.

Una de las principales novedades que ofrecía la pieza era la utilización de un bisel direccional que permitía al buzo conocer el tiempo que le quedaba de oxígeno con sólo marcarlo en el bisel, un avance que para la época que se tradujo en muchas vidas salvadas. Además, el Superocean ofrecía una perfecta legibilidad al momento de la inmersión, ya que poseía numerales sobredimensionados y manecillas luminiscentes.

Hoy, sesenta y un años después, este reconocido guardatiempos y guardián del mundo del silencio marino se reinventa en una nueva colección, Superocean Heritage, que conserva todo el ADN original pero suma el desarrollo e implementación de técnicas relojeras contemporáneas.

Lo primero que se debe mencionar para esta colección es la llegada de un nuevo tamaño, 44 mm, para el Superocean Héritage II B01 Chronograph, impulsado por el calibre 01 que ofrece una generosa reserva de marcha de 70 horas, gracias a su rotor bidireccional. Se han editado dos versiones, ambas en acero. La primera con una carátula en color negro, mientras que la otra se deja ver en color azul que contrasta con sus pequeños contadores de cronógrafo. Además existen otras tres versiones de este modelo pero con calibre 13 que ofrece reserva de marcha de 42 horas.

Otra de las novedades es el Superocean Héritage II B20 Automatic 44, fácilmente identificable por sus tres manecillas. Este modelo se encuentra en tres versiones de acero con carátulas negra y correa de caucho Black Aero Ocean Classic. La segunda se deja ver con carátula azul con brazalete de acero Ocean Classic y, para terminar, destaca la caja de acero y oro rojo con carátula negra. Dichas versiones se impulsan con el calibre B20 de carga automática, así como reserva de marcha de 70 horas. Todas, sin duda, ya son parte de la lista de los coleccionistas.

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30 octubre, 2019

 

Si sólo hubiera dos sillas para sentar a los mejores fotógrafos del s. XX, sin duda una de ellas sería  para Irving Penn. El gran genio de la imagen que revolucionó la fotografía, lo mismo retrataba una colilla que un cuadro, unos labios rotos de color que a los grandes intelectuales de la época como Truman  Capote, Marcel  Duchamp  o Picasso. Con la misma fuerza y el mismo talento trataba la mirada de un sabio que un objeto sin vida. Sus imágenes cambiaron la historia de Vogue y otras revistas de moda. Siempre rozó el límite de la fotografía con ironía y exceso, ya fueran modelos de muchos kilos o labios con herramientas.

Se celebran los cien años del nacimiento del artista con una exposición antológica en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que reivindica su figura bajo el título de Centennial. Decía Ivan Shaw, director de fotografía para Vogue, que Penn todo lo hacía bien: el retrato, la moda, los objetos. Pocos fotógrafos son capaces de moverse con tanta facilidad en las alturas. Su blanco y negro no te dejaba indiferente, pero sus imágenes de lifestyle estaban llenas de vida. Sus trabajos publicitarios para firmas como L’Oréal y su tratamiento de la imagen  rompió para siempre la barrera entre lo comercial y la artesanía. Como él decía, retratar un pastel también puede ser arte.

Hijo de emigrantes rusos, la pintura siempre fue su sueño, pero con sus instantáneas creó obras tan inmortales como las que aparecen en los lienzos. Por eso, ahora el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York le rinde un merecido tributo y celebra el centenario del nacimiento del artista. Sus trabajos meticulosos hacían pensar a los críticos que se pasó media vida detrás de la cámara y la otra mitad en el laboratorio o pensando en composiciones.

Cualquier fotógrafo de estudio hoy tiene en Irving Penn la mayor referencia, pues hasta la colilla de un cigarro tras un disparo se convertía en una obra única. Sus primeras imágenes en revistas de moda fueron retratos impecables de alta costura, con una elegancia sorprendente y una luz que cambió la mirada de las publicaciones de estilo. Su capacidad para pasar de los ojos de un pintor a una naturaleza muerta es admirable. La exposición Irving Penn: Centennial repasa como nunca antes todas las disciplinas que dominó el artista, con 70 años de carrera en imágenes de gran impacto en soportes y técnicas como la fotografía, el grabado o la pintura.

La muestra recorre sus diferentes caminos: carteles para la calle, incluyendo ejemplos de trabajos tempranos en Nueva York, el sur de Estados Unidos y México; moda y estilo para varios títulos internaciaonales y con muchas fotografías clásicas de Lisa Fonssagrives-Penn, la ex bailarina que se convirtió en la primera supermodelo, así como en esposa del artista; retratos de indígenas en Cuzco, Perú; pequeños cuadros de trabajadores urbanos; rostros de personajes de la cultura muy queridos, que van desde Truman Capote, Joe Louis, Picasso y Colette a Alvin Ailey, Ingmar Bergman y Joan Didion; retratos de los ciudadanos de Dahomey (Benin), Nueva Guinea y Marruecos vestidos de manera fabulosa; los últimos muertos de Morandi; desnudos voluptuosos; y gloriosos estudios de color sobre las flores.

La belleza en su concepción original. Además, se aprecia cómo el artista va transmitiendo las tendencias culturales de la época, y también su capacidad para hacer retratos comerciales. Su cuerpo de trabajo también muestra el auge de la fotografía en los años 70 y 80, época en que las revistas de moda tienen su esplendor. Pero el mundo sofisticado en el que vive Irving contrasta con sus fondos sencillos. Un rincón, una esquina le servían como gran escenario. De hecho, su lienzo preferido estaba hecho de una vieja cortina de teatro encontrada en París, que había sido pintada suavemente con unas nubes grises y difusas. Este telón de fondo siguió a Penn de estudio en estudio.

Otros puntos destacados de esta magna exposición incluyen imágenes recién desenterradas del fotógrafo desde su tienda de campaña en Marruecos, algo inédito que descubre al artista lejos del glamur, como por ejemplo lo que realizó en México o en Cuzco, con retratos sobrecogedores.

Así, las formas, los rostros, las sombras, las miradas y la rebeldía hacen inmortal la obra de Irving Penn. Impactos provocativos, como desnudos voluptuosos o detalles sutiles, cuando en su foto de moda retrata a la modelo descalza, cansada ya de tanta sesión fotográfica. Elegancia y rotundidad, provocación y belleza, dos registros que sólo un genio como él puede llevar a la máxima expresión.

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